HISTORIAS INQUIETANTES
¡Y he aquí que era un sueño! Historias inquietantes, es la reunión de siete de los más conocidos y populares relatos de la escritora inglesa Rhoda Broughton, de quien fuera una de las autoras más leídas en el muy extenso período victoriano, favorita del público lector que acudía, en busca de novedades, a las circulating libraries, librerías de préstamo en alquiler. La misma que, con su carácter desafiante y controvertida personalidad, escribiría ininterrumpidamente durante casi sesenta años de su larga vida para luego caer en el olvido.
La oportunidad de leer estos relatos, la mayoría de ellos publicados por primera vez en español, se adentra en el perfil biográfico y la narrativa breve de una autora que en su día formó parte de una pléyade, del célebre y muy prolífico grupo de escritoras victorianas de lo sobrenatural y por tanto también parte del creciente número de voces femeninas que desde la escritura, encaminaron sus esfuerzos creativos a remover las rígidas convenciones de su tiempo con el relato fantástico y la inmersión en lo paradójico y lo desconocido.
Ubicados entre lo onírico, lo sobrenatural y lo cotidiano, los presentes relatos nos conducen, gracias a la extraordinaria habilidad de Rhoda Broughton para hilvanar sucesos en principio inverosímiles, a presenciar en el más extraño cosido de rarezas —de fantasmas, aparecidos y visiones premonitorias, de lo grotesco, lo macabro y hasta lo excéntrico—, una escena donde el lector siente que asiste en calidad de espectador a lo que se cuenta como un hecho real, colocándose directamente frente a su dilema y cuestionamiento, frente a la duda de qué es lo real, de cara al tema que vertebra la literatura fantástica del siglo XIX.
Con su aguzado ingenio y magistral manejo de la ironía, a través de detalladas descripciones y vívidas emociones, pero muy especialmente con el recurso narrativo del sueño que emplea de las formas más variadas, Broughton fractura y trastorna con contundencia, el universo convencional de la realidad en la que nos hallamos inmersos. Relatos estos en los que el lector podrá deleitarse y comprobar que las ghost stories son algo más que cuentos de fantasmas, que hay en ellos mucho más que una posible y simplista evasión fantástica de la realidad, que divertimento. Aunque de todas estas partes contenga, para su sorpresa y placer, una mágica porción.
María Elena Soto
QUERIDO FANTASMA
He aquí a Rhoda Broughton. Erguida en la encorsetada estructura de su hourglass dress, literal y férreamente ceñida en su “vestido de reloj arena”. Con el cabello pudorosamente recogido —apenas asomando debajo de la recatada cofia—, el cuello alto y cerrado, la pechera de encaje que adorna y destaca, hace avanzar el torso con ímpetu, rígida en la severidad de su atuendo victoriano. La vista fija en el libro, posando: así la retrata Alexander Bassano en su intento de perdurabilidad, de querer arribar al futuro y ser vista en su sólida y muy vigorosa metáfora de sí misma. Casi la podemos imaginar en su manera de andar, de moverse desafiante por las húmedas calles de Londres y Oxford, avanzado el siglo XIX. Retando el paso del tiempo desde la imagen, es la viva estampa de una escritora victoriana de renombre, de una mujer que asienta su mirada en el libro. Así su hacer en la escritura.
Y no obstante Rhoda Broughton formó parte de una pléyade de escritoras hoy en día olvidadas, de una extensa lista de nombres que hoy pocos recuerdan pero que en su día gozaron de un extraordinario reconocimiento y popularidad. Parte entonces del célebre y muy prolífico grupo de escritoras de lo sobrenatural y por tanto también del creciente número de voces femeninas que desde la escritura, encaminaron sus esfuerzos creativos a remover las rígidas convenciones de su tiempo con el relato fantástico y la inmersión en lo paradójico y lo desconocido.
Nacida en Denbigh (Gales, 1840) Rhoda Broughton fue una escritora inglesa de novelas e historias cortas de notable originalidad al tiempo que autora de las más leídas en el muy extenso período victoriano, favorita del público lector que acudía, en busca de novedades, a las circulating libraries, término que aquí denomino librerías de préstamo en alquiler.
Hija menor del reverendo Delves Broughton, descendiente de una influyente familia, creció en Broughton Hall, una mansión de estilo renacentista en Staffordshire, la misma que posteriormente fuera escenario inspirador de muchas de sus obras. Desde su infancia desarrolló, animada por su padre, el gusto por la poesía y a su educación típicamente victoriana, se integró la aportada por el mismo en el conocimiento de la obra de Shakespeare y los clásicos ingleses. A pesar de sus ancestros aristocráticos, Broughton dependió toda su larga vida de su talento para escribir historias y a la muerte de su padre, acaecida en 1863, se fue a vivir con sus hermanas, estableciéndose primero en Londres y luego en Oxford por recomendación de uno de los amigos de su círculo, el escritor Henry James.
Su primera novela Not Wisely, but Too Well apareció en 1867, siendo inicialmente publicada por entregas en el Dublin University Magazine, propiedad de su tío político, Sheridan Le Fanu, novelista, poeta y sobresaliente escritor de cuentos de fantasmas. Se afirma que fue también el propio Le Fanu quien había apoyado los inicios de su carrera como escritora, cuyas primeras publicaciones tuvieron un carácter anónimo, las mismas que llevarían tendenciosamente a muchos de sus lectores a pensar que se trataba de novelas escritas por un hombre.
La aparición de su segunda novela, Cometh Up as a Flower, publicada en el mismo año, gozó de una extraordinaria popularidad e inauguró la gran controversia de la crítica en torno a sus transgresoras heroínas y a su propia personalidad ferozmente independiente. Críticada por unos y encumbrada por otros, Rhoda Broughton resultó ya en su tiempo una escritora controvertida, tanto en su escritura como en sus actitudes; sirvan de ejemplo el humor corrosivo que se le adjudicó y en bumerán, la sátira de las que fueron objeto sus novelas, en particular, en un número de la revista ilustrada Punch, de 1841, donde, con tono burlón se caricaturizaron al decir que Miss Rhodhy Dendron había ideado una novela titulada Gone Wrong. Lo que en el juego de palabras viene a decir que las novelas de la inteligente señorita “Rhody Dendrita” iban cada vez a peor.
Lo cierto es que, a pesar de algunas críticas desfavorables a sus novelas, su obra fue perennemente popular, siempre objeto de gran demanda por el público lector, hecho que fuera constatado por la crítica literaria Helen C. Black en un libro pionero en su género, Notable Women Authors of the Day, publicado en 1893. En el mismo lugar, la anécdota en torno a este punto se torna hilarante pues también otro tipo de excesos surgieron al calor de su fama como novelista, como cuando el capitán de la Armada Británica, Clements Markham, a bordo del navío HMS Alert, mientras cartografiaba una sección de la isla de Ellesmere en el Polo Norte, decidió, junto a sus oficiales, bautizar un pico cubierto de hielo con el nombre de “Mount Rhoda”, la cabalgadura de Rhoda, el sitio donde engastar su figura. Todo ello en honor a sus novelas. Las mismas que iban leyendo y disfrutando durante su travesía en el Alerta.
Conservadora en algunas de sus opiniones pero siempre desafiando la sociedad en la que le tocó vivir. Así la define la investigadora Marilyn Wood en su biografía, Rhoda Broughton (1840-1920). Profile of a Novelist, como una rebelde que defiende sus criterios con el doble sentido que late en la ironía.
Suscribo pues con Wood, que la obra de Rhoda Broughton merece un análisis más profundo que el que en ocasiones halló entre sus contemporáneos, y afirmo que su presencia en el panorama de las letras victorianas es la de una escritora que se encamina cronológicamente hacia el fin de siglo y, en esa misma andadura, se orienta hacia la modernidad, proyectando algunas luces sobre la escritura del siglo venidero, del siglo XX. Una escritura que se dirige a un nuevo espacio —hacia una manera moderna de concebir el mundo—, y donde las estrategias narrativas y muchos de los argumentos empleados, se oponen al imperio unívoco de la razón ilustrada, de la Razón; con voces femeninas que van emergiendo, que se alzan de manera más o menos explícita, asediando y removiendo desde los bordes, las restricciones impuestas a la mujer por la ética victoriana. Como ya he observado, en muchos casos justo a través del ámbito seductor de la literatura fantástica, género narrativo y lugar donde se alberga la fundación del relato moderno.
Preñadas de un humor elegante y sofisticado, las historias cortas de Broughton también gozaron de una extraordinaria aceptación en su tiempo. Con relatos que se asentaron en las llamadas ghost stories, en los cuentos de fantasmas herederos de la tradición de la novela gótica en Inglaterra; un fenómeno literario que consiguió esa gran acogida de público, en parte al menos, debido a la existencia y proliferación de publicaciones periódicas, de numerosas revistas en las urbes decimonónicas que demandaban “plumas” femeninas; también por la publicación de libros mucho más asequibles al lector al ser dados en préstamo, previo pago de una pequeña cuota, en alquiler. En resumen, por el surgimiento y desarrollo de una auténtica revolución en torno al universo editorial creciente y su nuevo mercado, a colación de los cambios tecnológicos operados y las consiguientes transformaciones en los hábitos culturales que se advierten durante la era industrial, en el período victoriano.
Los siete relatos que integran la presente edición y que hemos decidido englobar bajo el título de uno de los que obtuvieron mayor popularidad en su tiempo, “¡Y he aquí que era un sueño!”, fueron inicialmente publicaciones independientes, relatos sueltos aparecidos en la revista británica Temple Bar fundada por Richard Bently en 1860. Comenta Marilyn Wood en su introducción a Rhoda Broughton’s Ghost Stories, cómo en 1837, el editor y librero Richard Bently había fundado Bently’s Miscellany, revista con edición a cargo de Charles Dickens, incorporando posteriormente a la casa editorial Richard Bently & Son, una nueva revista, la aquí citada Temple Bar, publicación que se nutrió de las contribuciones de destacados escritores del momento, entre ellos la propia Rhoda Broughton .
Opino que el hecho reviste una consideración especial en su contexto y es que los relatos de Broughton fueron todos primero best-sellers, historias cortas de gran acogida por el público que los consumía en una publicación periódica, en una revista de amplia difusión y bajo coste, siendo en este medio y formato donde alcanzaron fama y obtuvieron la consideración de ser los más leídos, es decir, donde se elevaron a la categoría moderna que en su equivalencia comercial hoy seguimos conociendo con el término de “los más vendidos”, y después y solo después, seleccionados para conformar con ellos un libro; una suerte de best-seller de best-sellers anteriores, estrategia comercial que alcanza, en algunos de sus matices y prácticas, al mundo editorial de nuestros días.
Se impone entonces anotar, para una mejor comprensión de lo que vendrá, dos insoslayables cuestiones, convergentes en un mismo punto y de naturaleza bibliográfica, en torno a la presente edición de ¡Y he aquí que era un sueño! Historias inquietantes. La primera, que de entre todos los relatos que la conforman, los cinco primeros fueron recopilados en su día con el título Tales for Christmas Eve —un nombre de indudable resonancia navideña— y luego vueltos a publicar por Bently en 1879 con otro nuevo, con una denominación más misteriosa y menos estacional, me refiero a Twilight Stories.
Una segunda cuestión está relacionada con las fechas de publicación en las que fueron editados inicialmente esos cinco relatos, pues el que encabeza la narración en ¡Y he aquí que era un sueño! Historias inquietantes; titulado “La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”, apareció primero en Temple Bar en febrero de 1868 y entre este mes y el de enero de 1873, los cuatro restantes que finalmente integrarían la mencionada recopilación Twilight Stories, relatos todos publicados en la revista inmediatamente antes o después del mes de diciembre.
Es decir, orientando su perfil hacia las winter stories, hacia los cuentos de fantasmas y a esa tradición cultural, tan del gusto de los ingleses, por las narraciones hechas para ser contadas alrededor del fuego invernal, en el hogar, por los cuentos plenos de emoción, misterio y suspense, por los escritos para ser dichos en la atmósfera tensa pero confortable del hogar. Historias para leer en el crepúsculo vespertino, al anochecer; apelando al calor de la palabra que narra, a su oralidad y por tanto al conjuro de los sentidos todos en las ghost stories. Finalmente, historias inquietantes, en las que el acto de narrar está siempre presente en la escritura por medio de la voz del que cuenta, en complicidad e inmediatez con el que escucha. Parafraseando a Wood en Rhoda Broughton’s Ghost Stories, tal y como lo describiera en 1850 Charles Dickens en A Christmas Tree: un lugar, el espacio de la casa y el de la narración —íntimamente vinculados—, donde los sucesivos pasajes de “terror” se hacían acompañar del olor a tostado de las castañas y otras confortables cosas asociadas a ese tiempo, el de Navidad.
En todo caso, lo ecléctico que el lector está a punto de apreciar en estos relatos, se encuentra intrínsecamente asociado y en abundante mezcla a la variedad de fuentes que la alimentan, dadas en la muy observable amalgama de referencias literarias —en consonancia con la formación profundamente libresca de la autora—, a la vez que en dicha alianza y mescolanza se fusionan la impronta de la cultura visual y los hábitos de lectura de su tiempo. Incluso, como he señalado, la huella del propio proceso de inicio y desarrollo de la llamada prensa de masas, de los nuevos medios de comunicación que generan una nueva forma de sociedad y cultura, un nuevo modelo de interacción y funcionamiento entre esos nuevos medios y sus receptores, entre las publicaciones periódicas —con apoyatura en las ilustraciones gráficas— y sus lectores.
No debemos perder de vista que la propia imagen de hombres y mujeres leyendo en sitios públicos, o en el ámbito de la intimidad de sus casas, es tema recurrente, una constante iconográfica de la pintura y la fotografía en el siglo XIX; hecho muy destacable en la medida que este avanza hacia la siguiente centuria, en coherente ligazón con un contexto tecnológico donde los periódicos alcanzaban grandes tiradas en urbes como Londres, París o Nueva York. Muy en particular, advertir la presencia de la imagen visual y cotidiana de mujeres que leen en un entorno cultural donde abundan cada vez más, las mujeres lectoras.
Y de todo ello se nutre, se sirve, con gran sentido de actualidad la escritura de Rhoda Broughton. Incluso de la segmentación narrativa y la expectación que esta provoca en sus novelas por entregas, pero también en el consumo de sus relatos, esas narraciones breves que se devoran, consumen de un solo bocado y a cuya siguiente aparición esperan los lectores con la ansiedad de quiénes se preguntan ¿qué nos traerá, qué ocurrirá? en su próximo relato. Un fenómeno plenamente moderno, lleno de intriga y suspense en sí mismo, de mecanismos de placer y satisfacción centrados en el universo de los productos seriados. Elementos todos a favor de la proliferación del relato como estructura narrativa, en un soporte de gran difusión y más fácil adquisición, en las revistas.
En el caso de los relatos reunidos en ¡Y he aquí que era un sueño! Historias inquietantes, estamos de conjunto ante narraciones que se cuentan con la verosimilitud de un hecho real, en ocasiones como si se tratara de un intercambio de cartas o de un suceso publicado en algún viejo periódico o magazine; una realidad que se subraya continuamente en calidad de común denominador al final de todos estos relatos —tan solo con pequeñas variaciones de lugar—, o advirtiendo al lector que los hechos, “el sueño y su desenlace son ciertos”, que “solo los aderezos de la historia” no lo son. Como si se afirmara en apostilla, que algunos detalles fueron añadidos para mejor fluencia de la historia que se cuenta, como pura estrategia narrativa. Y de cierto modo así es, pero hay más, pues según entiendo tales ornamentos en su detallada descripción, revisten en estas historias una importancia capital y es que se dirigen al cómo y dónde es narrado lo que se narra. A la conjugación de sugestión visual y espectáculo en el escenario de lo cotidiano. En palabras de Italo Calvino “en la evidencia de una escena compleja e insólita” y la presencia de una manera narrativa, en un género —el de la literatura fantástica— “destinado a entrar por los ojos, a concretarse en una sucesión de imágenes”, elementos estos sobre los que muy pronto abundaré con algunos precisos e indispensables detalles.
Pero antes detengámonos en un aspecto ya enunciado, en uno muy fundamental de entre aquellos que se imbrican esencialmente en estas historias. Me refiero a la amalgama de referencias librescas en las mismas, pues la muy prolífica escritora Rhoda Broughton fue también —de manera muy coherente— una lectora voraz, omnívora en verdad. Como se verá, gran parte del sustrato referencial que la autora emplea en sus relatos deviene de sus muchas lecturas, sedimento de erudición del que hace gala en todos sus relatos y donde se filtra y exhibe con especial hincapié, su extraordinario talento para la ironía. Erudición y cultura libresca pues, universo relativo al libro y a la lectura e introducción constante de la cita paródica conformando estas historias, en la evidente mezcla y convivencia de lo histórico con lo contemporáneo.
Al empleo de cultismos —de palabras o expresiones en francés incorporadas a su idioma por vía culterana—, a esa muestra de artificio y refinamiento y hasta de distinción social tan presentes en estas narraciones, hay que integrar el amplio abanico de fuentes literarias y de hechos cotidianos de distintos tiempos que se localizan en sus citas, el inagotable museo imaginario al que estas se refieren y hasta el que con estas logra componer.
A observar. En un muy libre encuadre histórico concurren en un mismo relato, el mitológico ejemplo de amistad eterna entre Orestes y Pílades —Ifigenia en Táuride de Eurípides mediante— con la novela epistolar Julia o La nueva Eloísa de Jean-Jacques Rousseau, un poema de Lord Byron con la añoranza por París de Madame de Staël desde su exilio junto al lago Lemán y hasta el famoso fantasma de Cock Lane aparecido en 1762 en un apartamento de Londres. En otro, las referencias entremezclan el romance didáctico Las aventuras de Télèmaque del obispo François Fénelon, Las estaciones de James Thomson del siglo XVIII y la picaresca del cervantista Tobias Smollet en La expedición de Humphrey Clincker con los avatares del más importante navío de la Real Armada Británica, el Thunderer. En la contextura de un mismo relato, los ecos bíblicos y elegíacos del Lucydas de John Milton con la famosa guía de ferrocarril Bradshaw, la noticia reciente en prensa del doble asesinato acaecido en la localidad de Caulfield con un ramillete de fragantes y pequeñas rosas, las glorie de Dijons. Las Albert biscuits con la batalla anglo-zulú de Rorke Drift y otras alusiones a las guerras coloniales británicas decimonónicas. Que hasta alguna reflexión de la autora puede llevarnos a pensar en una cita al personaje de Miranda en La tempestad de Shakespeare.
Unas veces en tono paródico, otras jugando con lo que se narra y tanto puede ser entendido en lo que afirma como en lo que deja filtrar —sutil o sarcásticamente— y en verdad, sanciona. En todas ellas mostrando el avispado ingenio que se le adjudicó, sus dotes para la ironía culterana, su carácter jocoso, divertido, punzante incluso. Así en uno de sus más tempranos relatos nos describe dos salones “tan lindos que a ninguna mujer le importaría tenerlos llenos de gente; cortinas blancas con colores rosas por la parte baja, con preciosos adornos. Asombrosa e inmoralmente apropiado, querida mía […] espejos, de los que hay cerca de docena y media; alfombras persas, butacas […] para cualquier posible diseño, desde el Apolo de Belvedere hasta la señora Biffín; y miles de importantes trivialidades en suma que forman la vida de una mujer…”. Un artilugio narrativo que se debió entender muy bien en su tiempo, que a todas luces contaba con la complicidad emocional del lector. Con la proximidad de lo que se narraba.
Más, es por mediación del recurso narrativo del sueño con lo que Broughton logra fracturar con mayor contundencia, trastornar el universo convencional de la realidad en la que nos hallamos inmersos. Con la irrupción de lo inexplicable, de lo insólito en lo cotidiano, con “esa repentina rasgadura de lo real” que se torna más inquietante en estas historias al penetrar en el mundo del inconsciente y sus señales, en ocasiones más relevantes que lo que se vive despierto y que tienen lugar en las waking visions —en lo que anticipan las intuiciones en la vigilia y se anuncia en las ensoñaciones—, así como en todo tipo de experiencias relacionadas con el fenómeno sensorial de la precognición. Algo que se fundamenta en la presencia, junto a lo premonitorio o el fantasmal aparecido, de la duda.
Dicho con precisión, las narraciones de Broughton toman cuerpo y lugar en lo que constituye el tema por excelencia del cuento fantástico del siglo XIX, en “la realidad de lo que se ve: creer o no creer en fantasmagorías, vislumbrar detrás de la apariencia cotidiana otro mundo encantado o infernal”; en el cuestionamiento permanente de la realidad, en este dilema donde la duda es expresada por el propio narrador de los hechos. Que, como seguido al pie de la letra, la autora parece decirnos, con todos los escritores del género que en el mundo son y han sido, a una voz con Hamlet: “Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, que el sueño de tu filosofía”.
Resulta curioso observar cómo el misterio de lo sobrenatural se aloja de preferencia en las historias cortas, en los relatos de Broughton y no en sus novelas pues si bien ambas giran, muy principalmente, en torno a personajes protagónicos femeninos, es exactamente en dicha estructura narrativa donde esta desarrolla su gran habilidad para expresar un amplio registro de emociones, donde explora incesantemente en torno a un mismo tema, el del sueño en sus distintos matices. Respondiendo con el gesto irónico, con la perplejidad, lo repentino, la sugestión visual, como he señalado, muy esencialmente introduciendo la duda en la inquietante relación entre el sueño y la realidad cotidiana. Con su “imaginería negra”, esa tan del gusto por los espectáculos fantasmagóricos —ya populares en el siglo XVIII— y luego de los románticos, con lo monstruoso o lo macabro, con la otredad que palpita en el fantasma, sostenido en la poderosa metáfora visual que constituyen las apariciones y las revelaciones del sueño.
Coincidencia emocional pues, del lector que es convocado a presenciar una escena, a la que asiste en calidad de espectador de lo que se cuenta como un hecho real, ante el suceso que lo coloca directamente frente a la duda de qué es lo real, a su dilema y cuestionamiento. En un presente tenso que contiene “hilos de una vida real, ordinaria, común”. Algo que se logra por medio de lo que es constante y pericia en estos relatos, me refiero a la creación de un ilusionismo que es narrado con los nítidos contornos de lo real, insisto, en verosimilitud y abundancia de detalles descriptivos; sorprendentemente, en un peculiar escapismo —cual si de un espectáculo, acto de magia se tratara—, que halla su espacio, su escenificación y su forma en la vida de todos los días, en lo cotidiano.
Tal como veremos, las anécdotas en ¡Y he aquí que era un sueño! Historias inquietantes, transcurren bajo efectos lumínicos, de manera similar a lo atmosférico que se hace palpable en las pinturas de John Atkinson, a la luz de la luna llena que deja a la vista todos los rincones de la casa, en su apariencia espectral, misteriosa. En la luz que apunta a ese espacio interior, resplandeciente en medio de la noche, como si se tratara de luz del día. Con una iluminación que es empleada en calidad de sugestión visual y que resulta elemento conformador del espacio que esta diseña, en la casa encantada ofrecida en alquiler, la habitación de un hotel, una vetusta mansión o en el más moderno compartimento de un tren.
Escenas sazonadas con esas otras constantes que se advierten en la ambientación del relato victoriano de fantasmas y aparecidos, desde el tic-tac del reloj pasando por el terrorífico ruido de cadenas, chirridos de puertas y toda la amplia gama de sonidos asociados a este tipo de narración de suspense. En complicidad con lo extraño y lo intangible que, paradójicamente, se vive con intensidad, se siente vívidamente en relatos hechos para emocionar y puede que hasta para exorcizar los miedos por medio de la risa.
Un espacio, el de estas historias, donde lo pavoroso, lo grotesco y hasta lo excéntrico, tienen cabida en lo que es también el más inverosímil ensarte, cosido de rarezas: el entierro precipitado que ocurre en una pintura de Antoine Wiertz y que se inserta como posible móvil en uno de los relatos; el del rostro, máscara de cera, de un personaje que bien podría ser pieza de interés en las colecciones del museo Madame Tussaud (o argumento central en un cuento de detectives del siglo XIX); la aparición del marino muerto que hace visitas inesperadas a los vivos; la de un hipnotizador cuyos rasgos físicos determinan su nombre propio; la referencia a la Sra. Biffín, popular miniaturista victoriana, famosa también por otras extraordinarias cualidades.
Experiencias todas entre lo onírico, lo sobrenatural y lo cotidiano. Reveladoras también de escenas memorables entre años de tediosa normalidad, situaciones súbitas y efímeras apariciones que dan voz y brillo a lo que se espera, se desea o se silencia. En episodios tan destacables como la posibilidad de dejar a un lado el bastidor donde se borda, mientras se aguarda “con un gasto infinito de tiempo, costura y punto de cruz”, La última cena de Leonardo da Vinci, Judas Iscariote y los apóstoles. En la peripecia de la recién casada que escapa inesperadamente de su estado ideal —del matrimonio indudablemente feliz—, con el hombre de aterradora mirada y pronunciada nariz, con su hipnotizador que es presencia constante en sus sueños, en voz de Broughton “si es que fue un sueño”. En lo ocurrido en el espacio claustrofóbico e intimidante de una cabina de tren donde se reúnen pasajeros desconocidos y el sueño fingido desemboca en el descubrimiento de un hurto común; en la premonición del sueño que termina siendo confirmado por una noticia publicada en el Times. Cuando media docena de cartas bastan para definir la personalidad de Cecilia y Bessy, protagonistas en torno al dilema de creer o no creer en apariciones y la solución al misterio del bajo coste de la casa en alquiler, va unida a la valiente decisión de ir al encuentro del fantasma y el “experimento” se nos presenta como sacrificio de amor. En cualquiera de los casos, en la paradoja del sueño que se pregunta en estos relatos, si alguna vez los mismos han sido tan consistentes.
Rhoda Broughton permaneció siempre soltera y escribió ininterrumpidamente durante casi sesenta años. Sus últimos días los pasó en su residencia en Headington Hill, cerca de Oxford, donde falleció en 1920. El declive de su popularidad parece estar relacionado con una repetición excesiva de los temas que trató, con cierta pérdida de espontaneidad en sus narraciones; más también es muy probable que terminara siendo eclipsada por la propia evolución del género, del devenir de la propia literatura fantástica hacia nuevos y muy poderosos, fértiles derroteros.
No obstante, en su declarada mezcla de sentimentalismo victoriano y erudición, en los matices liberadores de la risa que brota de su humor sutil o corrosivo, en su habilidad para contar historias, en estas historias inquietantes, podemos hallar aún intacto el deleite de lo fantástico, de la imaginación que derrumba las lógicas apariencias de las cosas, que seduce y asedia y quiebra cualquier intento de visión unívoca de la realidad. Disfrutar con cierto asombro de la combinación de astucia literaria y popularidad que también sustentaron sus obras. Comprobar que las ghost stories son algo más que cuentos de fantasmas, que hay en ellos mucho más que una posible y simplista evasión fantástica de la realidad, que divertimento. Aunque de todas estas partes contenga, para su sorpresa y placer, una mágica porción.
Así en la oportunidad de leer los relatos aquí reunidos y que son en la presente edición, inéditos en su mayoría.
No queda entonces más que sugerirte, entusiasta lector, que sigas con este libro entre tus manos y con los ojos bien abiertos, sueñes, pues en cualquier caso la “estación de ferrocarril está todo recto hacia adelante; no tiene pérdida”.
María Elena Soto. Santa Cruz de Tenerife, octubre de 2016
El retrato en cuestión fue realizado por el fotógrafo inglés Alexander Bassano (1829-1913), un cabinet card con fecha que se establece entre 1870 y 1880, hecho en su reputado estudio de la 25 Old Bond Street, Londres. Bassano fue el retratista más importante de la realeza y la nobleza británica de la época. Muchos de sus trabajos se conservan en la National Portrait Gallery de Londres.
Una abundante y detallada argumentación sobre el tema se localiza en la introducción de J. A. Molina Foix a La eva fantástica (Siruela, Madrid, 1989).
Tiempo que comúnmente y desde un punto de vista estrictamente cronológico, se enmarca en del reinado de Victoria I de Inglaterra y que tuvo lugar entre 1837 y 1901.
Otros muy próximos fueron el novelista Thomas Hardy y los poetas Robert Browning y Matthew Arnold.
Joseph Tomas Sheridan Le Fanu (Dublín 1814- ib. 1873). Nacido en el seno de una familia protestante, fue a su vez nieto y sobrino de los dramaturgos Alice Sheridan Le Fanu y Richard Brinsley Sheridan.
Las críticas también partieron de algunos escritores contemporáneos, entre ellos, Anthony Trollope, uno de los más prolíficos, respetables y exitosos de la época victoriana quien, a pesar de declararse admirador de su obra, no dejaba de observar su desacuerdo sobre “el cómo sus personajes femeninos hacen y dicen cosas que las señoras no deberían” (An Autobiography, edición póstuma, Londres, 1883). El comentario sube de tono en las palabras de la reputada novelista Margaret Oliphant, quien fuera más lejos al apreciar, descalificando, que las novelas de Rhoda Broughton estaban plagadas de “uncleanly suggestions”, de las “impuras sugerencias” que hallaba en sus personajes femeninos.
El libro subtitulado “Biographical Sketches”, es una recopilación de perfiles biográficos y crónicas de las vidas de renombradas escritoras victorianas, ilustrada de manera novedosa con retratos fotográficos de las mismas. Fue editado en Glasgow, por David Bryce & Son.
Editada por Paul Watkins, Stamford, 1993.
La llamada novela gótica fue abundante entre 1765 y 1820. Castillos embrujados, tormentas y tempestades, vampiros y hombres lobo, fueron alimentando durante décadas el gusto por las narraciones de terror y misterio donde se mezclaban las leyendas populares con los cuentos tradicionales de aparecidos. Una moda literaria de la que se nutrió el Romanticismo, ávido de emociones desbocadas y de escenarios donde enmarcar su visión contra el Racionalismo, la racionalidad de la Ilustración. Se suelen mencionar en los comienzos de la novela gótica algunos importantes títulos y autores, entre ellos El castillo de Otranto, de Horace Walpole (1765) y Los misterios de Udolfo, de Ann Radcliffe (1794). Corriendo el siglo XIX hallamos, entre otros destacables, el en verdad poco clasificable Frankestein de Mary Shelley (1818), Carmilla —una novela corta de Sheridan Le Fanu, de 1872—, y a Oscar Wilde con su delirantemente humorístico y paródico, El fantasma de Canterville (1887), obras todas que, aunque superando de distintas maneras los tópicos de la novela gótica, muestran a las claras sus conexiones con la misma.
Tomemos como ejemplo el de los lectores asiduos a las librerías de préstamo en alquiler, los cuales tenían acceso a la amplia selección de publicaciones que aparecían recogidas en catálogos impresos. Desde mediados del siglo XIX —aunque sus orígenes datan del siglo anterior—, tales librerías se propagaron por numerosas ciudades europeas y de los Estados Unidos de Norteamérica. Un buen ejemplo resulta el voluminoso catálogo creado por la casa Mudie en Londres, ya en la temprana fecha de 1842. A propósito del funcionamiento de estos comercios resulta relevante que en lo referido al pago de las cuotas por los préstamos, estos solían cubrir largos períodos de tiempo —desde varios meses a un año— y que finalmente dichos precios variaban en función de la oferta y la demanda.
Rhoda Broughton’s Ghost Stories es una recopilación de cuentos de fantasmas, misterio y suspense editado por el Paul Watkins (Stamford, 1995). En este libro Marilyn Wood precisa que fue en la misma revista Temple Bar donde se publicaron junto a sus historias cortas, varias novelas de Broughton, que primeramente fueron seriadas, novelas por entregas, antes de su publicación en forma de libro (p.1). Otras fuentes afirman que, para 1890, se habían publicado catorce novelas de la autora en la casa Bently & Son.
Tales for Christmas Eve fue publicado por el impresor y editor alemán Tauchnitz en 1872; una casa distribuidora de literatura en lengua inglesa para toda Europa continental. Con idéntico título reaparecería publicado en Londres un año después, en 1873, de la mano de Richard Bentley.
Solo los otros dos relatos que integran la presente edición, “Lo que significaba” y “Día de renta”, fueron publicados en otros meses, los de septiembre y junio de 1881 y 1893 respectivamente; más, del mismo modo, lo fueron primero en calidad de relatos sueltos en la revista Temple Bar.
Es Marilyn Wood quien califica la escena en la que serán leídos estos relatos de comfortable terror, un ambiente inquietante a la vez que confortable, el del hogar en torno al fuego y su iluminación tenue y misteriosa, crepuscular. Idénticamente se localiza en el mismo texto, la reflexión sobre la sinestesia que provocan estos relatos según la descripción de Dickens de las invernales historias de fantasmas (Rhoda Brougthon’s Ghosts Stories, op. cit., p. 3).
Ambas citas en su definición, se localizan en la introducción a Cuentos fantásticos del siglo XIX (Madrid, Siruela, 1983, pp. 12). Un estudio donde pueden hallarse muchas claves de la literatura fantástica en torno a lo que el autor califica de “fantástico visionario” y “fantástico cotidiano”, en su carácter e interconexiones.
Curiosamente se advierten ciertas coincidencias en la manera de narrar, cuando la crítica literaria Helen C. Black describe en su libro Notable Women Authors of the Day, la estancia, sala privada de Rhoda Broughton en visita a la escritora. Me refiero a la misma minuciosidad en la descripción de los objetos, en su detenida recreación del ambiente, como si de un decorado, escenografía se tratara al dibujar “el santuario Rhoda” (op. cit., p. 35). Según observo, en libre relación de lo detallado por Black: la luminosidad del espacio donde destaca el lujoso sofá tapizado en estilo Imperio junto al gran cesto en el que crecen frondosos helechos y palmeras; la majestuosa escalera de acceso enriquecida con una alfombra persa de tonos cálidos, las esterillas hindúes que cubren el suelo del pasillo, las paredes de las que cuelgan numerosos grabados y fotografías. Más allá, un atril italiano de hierro forjado delicadamente cubierto por un paño de fieltro; sobre el antiguo escritorio, la solitaria pluma y el tintero —con tinta china— flanqueados por dos finas jarras provenientes de la Provenza y un exquisito portafolio de madera donde reposa a la vista, como un reclamo, una hoja de papel en blanco. En una mesita auxiliar, el té listo para ser servido y muy próximo a este, un ejemplar de ¡Alas!, su última novela publicada hasta ese momento (1890).
Roger Callois, Anthologie du fantastique, París, Gallimard, 1966.
Un dato de especial interés en su posible conexión con la obra de Rhoda Brougton, lo recoge Jacobo Siruela en el Exordio a la Antología universal del relato fantástico, donde señala que en la obra de Le Fanu —mentor literario de su sobrina Rhoda— se observan las influencias “del místico sueco Emanuel Swedenborg con su vasta tipología del más allá, y la del sicólogo y naturalista alemán Cari Gustav Carus, descubridor del inconsciente, cincuenta años antes que Freud” (Madrid, Siruela, 2013, p. 26). Y en el mismo lugar continúa abundando, “el gran mérito de Le Fanu consistió en haber despojado la ghost story moderna de todos los excesos del Romanticismo, al situarla en una realidad cotidiana descrita siempre con precisión y verosimilitud” (op. cit, 27).
Italo Calvino, op. cit, p. 12.
Se afirma que “durante la década de 1790, inspirados por el ‘romanticismo negro’ que hacía furor en pintura (Goya, Johann Heinrich Füssili o Willliam Blake) y la literatura (Mary Shelley, Goethe o Matews Lewis) algunos físicos y magos idearon un nuevo género de espectáculo luminoso, la fantasmagoría. A partir de 1792 se organizaron en Francia, Alemania, Inglaterra y España grandes sesiones de imágenes luminosas animadas, en color y sonoras. En adelante los mecanismos serían más elaborados […] Las visiones perturbadoras solían ir acompañadas de música, ilusiones acústicas, efectos pirotécnicos y trucos de magia” (Georges Méliès. La magia del cine, catálogo de la exposición. Fundación La Caixa y La Cinemateca francesa, 2016).
Marilyn Wood, Rhoda Broughton’s Ghost Stories, op. cit., p. 6.
Me refiero al pintor del período victoriano, al inglés John Atkinson Grimshaw (Leeds 1836-ib. 1893). Célebre por los efectos lumínicos de sus escenas, paisajes nocturnos y artista contemporáneo de Rhoda Broughton.
Resulta válido recordar que el folletín rosa en su formato de novela por entregas, fue el primer arquetipo literario de la cultura de masas incorporado a la prensa. Novelas que cautivaron al público lector durante todo el siglo XIX.
Su última novela titulada A Fool in her Folly, escrita en ese mismo año, fue editada póstumamente. También se conoce de la existencia de otro libro de relatos escrito por la autora, en particular de una recopilación, Strange Dream and Other Stories pero de la que solo aparecen referencias en catálogos de ventas de las antiguas librerías de préstamo en alquiler (Shaun Tyas, “Bibliographical Note”, Rhoda Broughton’s Ghost Stories, op. cit., p. 199).