RULFO. CIEN AÑOS DESPUÉS

VEINTITRÉS NARRADORES LO CELEBRAN

© Selección de Mayda Bustamante

 


Todos estos murmullos brotados de la obra de Rulfo, murmullos de vivos y muertos son, después de todo, la literatura. Su obra crece en nosotros, revela y esconde. Nos quedan nuestros propios murmullos asombrados, que no afirman ni niegan, sino que interrogan. El llano en llamas y Pedro Páramo logran producirnos esa desinstalación que es la belleza. Balbuceamos la sensualidad de haber leído la magnificencia de semejante obra. La piedra y el páramo de nuestro origen crecen leyendo a Juan Rulfo, y nos llevan a fantasear y escribir nuevas ficciones en este libro, nuestro particular modo de rendirle homenaje.

 

Liliana Díaz Mindurry

Buenos Aires, principios de septiembre de 2017

 

Rulfo: 

la raíz de la miseria

(1917- 1986)

 

 

Más allá del cuento Luvina y su etimología (del zapoteca loobina: raíz de la miseria), Juan Rulfo dijo en una ocasión, que su literatura indagaba la raíz de la miseria, entendiendo por miseria, no solo la pobreza sino todo lo que nos causa infortunio. La raíz es la parte oculta de algo, de lo que proviene la manifiesta: vemos estas raíces narradas en los veintitrés cuentos de escritores españoles y latinoamericanos, elegidos con acierto por la editora Mayda Bustamante para homenajear los cien años del nacimiento de Juan Rulfo. Lo destacable de esta antología es que no se trata de ensayos sino de relatos donde cada autor, desde su perspectiva, incluso desde su nación, a partir de un punto de vista y de una mirada opuesta o esencialmente distinta, lee o reinventa al gran escritor de Jalisco. El caso más claro es, en esta compilación, el relato “Ya llegó su padre” del mexicano Mauricio Bares, que traza una especie de comedia folklórica en torno al ambiente rulfiano. El humor de Rulfo (con excepción de Anacleto Morones, cuento más cercano al tono de comedia) no se le parece, ya que tiene que ver con el desacato a lo solemne, o a propósito de temas que podrían producir piedad o terror. Es un humor que brota de los propios personajes, espontáneo, nacido de la ingenuidad: generalmente ácido y en otros momentos de gran ternura, posee un sentido catártico y si se relaciona con el absurdo, lo hace suavemente y sin excesos, nunca ligado con el sarcasmo, ni la exageración o las situaciones malévolas. Considero que la gran literatura es tensión paradojal y al menos sugerencia de ironía: el humor de Rulfo se asocia a situaciones trágicas, se acerca a la tragicomedia o a la comedia dramática. Así, por ejemplo, Shakespeare usaba el humor en sus tragedias en clara oposición con la pompa y formalismo del teatro clásico francés. 

Mauricio Bares aligera situaciones de la tradición mexicana y expone con gracia el folklore de Jalisco, en la época de los cuentos de El llano en llamas.

Salvo este cuento, todos los demás tratan distintas vertientes de la miseria.


MISERIA DE UNA REVOLUCIÓN FRACASADA

Más unida al drama aparece la mirada de Juan Patricio Lombera, otro escritor mexicano, autor de “La muerte de un revolucionario”. Aquí se acentúa el carácter contrarrevolucionario de Rulfo desde la visión de un desventurado revolucionario zapatista. A través de la obra de Rulfo, se insinúa que el conflicto armado ahondó las diferencias sociales y que las modificaciones a la propiedad de la tierra nunca se llevaron a cabo. Me recuerda la exacerbada crítica de una novela famosa de Carlos Fuentes que fue La muerte de Artemio Cruz. 

Por otro lado, la revolución llevó a los desbordes de la guerra cristera en la que Rulfo vio el asesinato de su padre. En Diles que no me maten, se expone cómo la revolución no iluminó con la reforma agraria la posibilidad de que Juvencio Nava pudiera hacer pastar a sus animales en el terreno de su compadre Guadalupe Terreros, lo que lo encaminó a una doble venganza. En Pedro Páramo, se habla de abuso de mujeres y de violencia (Susana San Juan llega a Comala con la revolución). El tema aparece en reiterados cuentos como El llano en llamas, La Cuesta de las Comadres, Nos han dado la tierra, Luvina. El personaje de Lombera confiesa: “organizamos todo este mitote de la Revolución solo para que las cosas siguieran igual”. Así, la raíz de la miseria revolucionaria lleva a violencia, odio, pobreza y abandono de la tierra por la decepción. De este modo, la revolución mexicana en Rulfo conduce a un nivel simbólico, mítico y universal a través de su prosa sin estridencias, lacónica, sugerente en su elipsis y desesperanzada, abarcando la eterna estafa a los pobres.


Miseria de la violencia 

El original microrrelato del venezolano Edgar Borges “El enemigo de Abel” aborda una característica de la prosa rulfiana: la enemistad y el crimen. La miseria que toca la autodestrucción como destrucción de otro, la dialéctica de devorar, devorarse y ser devorado. En pocas líneas encara, sutilmente, esta violencia múltiple, el romperse de afuera y el romperse de adentro (también puede leerse como destrucción y autodestrucción de México). La vida es violencia, el orden es violencia, también la conciencia y la cultura. No puedo olvidarme de la teogonía de Hesíodo donde el origen es el derrame de sangre de los Titanes. En Rulfo, la violencia es fatalidad como en la tragedia griega.

Los personajes de Rulfo son primitivos, brutales, impulsivos, parecen participantes de un sacrificio ritual. Para evitar la violencia producida por la tensión cotidiana aparece la violencia ordenadora. Pero, en la raíz de esa violencia hacia afuera está la primera violencia, la de la ruptura interna. En el cuento de Edgar Borges, ¿hay ecos de la violencia mítica de Caín y Abel? ¿Podría entenderse el primer crimen como suicidio?

La tendencia fatalista de la literatura rulfiana muestra una abulia autodestructiva o una violencia que nace de la implosión. En definitiva, una épica del desastre.

Dentro de este tema de la violencia, leo el relato “Historia perdida: señales en una libreta”, del chileno Segundo Antares, donde un personaje sin nombre de una posible libreta de Juan Rulfo, no sabe a quién ha matado ni por quién ha sido herido. Uno siente que este anónimo matador revive en cualquier prosa de Rulfo. ¿Es la violencia de un Caín sin nombre que recorre el mundo desde el crimen real, simbólico, fantaseado, soñado? ¿Violencia por un estigma social, por la venganza, la pobreza, la sanción social, el abuso físico y psíquico, violencia doméstica, cotidiana, política?

También desde la literatura se visibiliza un Juvencio Nava reescrito por el cubano-costarricense Froilán Escobar, nacido de Diles que no me maten y ahora parte del cuento “La otra muerte de Juvencio Nava”. En el final, le reclama a su padre Rulfo la posibilidad de salvarse de la muerte, escapándose de su historia para vivir en otra. Siempre me conmovió en el cuento de Rulfo ese deseo tan violento de vivir. En la historia de Froilán Escobar, la causa de su muerte es otra, tiene que ver con una violación. El Juvencio Nava de Escobar no es el viejo reseco que termina con la cara llena de boquetes como si se la hubiera comido un coyote. Esa vitalidad que en Rulfo es un deseo intenso y desesperado de no morir, en Escobar está asociado a una vitalidad sexual, que termina con la necesidad de huida del papel asignado por el escritor, cualquiera que sea este: Rulfo o Escobar.

La memoria colectiva siempre termina asociándose a un tema de violencia, y así llegamos a Acuérdate y la reescritura que realiza la argentina Patricia Suárez (“No puedes acordarte”), o sea lo contrario (aunque el personaje apelado sí recuerda algo feroz que aparece en el desenlace). El relato de Rulfo es uno de los menos citados de su cuentística porque solo parece pensado para mostrar una forma rural de contar, basada en la memoria de los hechos, en este caso, de la vida de Urbano Gómez, sus transgresiones desde niño, su trabajo como guardián del orden, su crimen cerca de la iglesia y su muerte en la horca. La escritora argentina hace un excelente juego con el texto rulfiano: se trata de una madre que le narra a su hijo lo que él no puede recordar por su edad, acerca de su padre y un suceso lamentable. Está magníficamente terminado y le da una vuelta de tuerca en su muy bien trabajada reescritura. El clima es, por momentos, el de los dramas de Rulfo: el sentido trágico de la justicia que destruye sin reparar la verdad.

Dentro de la raíz de la violencia, leemos historias como “Hermanas” de la española Beatriz Rodríguez. Mujeres mezcladas con esos climas religiosos tan ironizadas por Rulfo, donde la calma y hasta la dulzura esconden esa violencia raigal, primaria. La criminalidad duerme para despertarse en cualquier momento.

Podría decirse que esta raíz de la miseria a partir de una violencia omnipresente es, sin duda, la principal mirada sobre Rulfo, aunque de esta violencia original, si se me permite el término, nacen otros subtemas, no menos importantes, como la culpa y la traición, el estigma y la desolación. De ellos hablaré.


Miseria de la traición y la culpa 

Hablando de “Hermanas” mencioné el tema religioso, o tal vez las brutalidades de la Iglesia católica, y sus mensajes a veces psicóticos. En Talpa, aparece la culpa de dos cuñados adúlteros que han traicionado a Tanilo, enfermo e idiotizado por los mensajes eclesiales. En el relato “Zenzontla”, de la argentina Laura Massolo, basado en la reescritura de Talpa, se toma la soledad y la culpa de una pareja pero se la traslada al crimen directo de la mujer llamada Natalia (el mismo nombre que en Talpa), secundada por su nuevo amor, un dentista. En Rulfo, la víctima (el marido de Natalia en ambos casos) es inocente, en Massolo es víctima-victimario porque es una historia de violencia de género. Se descarta el trasfondo religioso para internarse en el problema social de la violencia contra la mujer, tema no tratado por Rulfo. En un caso, el amor es culpable (Rulfo) y en el otro es semiculpable, con las semiculpabilidades de la presunta justicia por mano propia. 

Rulfo me recuerda otro cuento con tema similar, y sin elementos religiosos, que es Cartas de mamá de Julio Cortázar. El carácter levemente incestuoso también desaparece en “Zenzontla”. En Massolo y Rulfo, un narrador, sin nombre, carga con la muerte de Tanilo o del violento marido de Natalia. En Talpa, Rulfo quiere trabajar con la raíz de la miseria también en la pareja, en la traición y la absurda religiosidad. La enfermedad de Tanilo se asemeja a las impurezas de la lepra, y la religión es además, un principio alienador. Natalia apoya la disparatada peregrinación de Tanilo, segura de que no se curará y de que su salud no podrá soportar el viaje.

Un aditamento interesante de “Zenzontla” es que el cuento de Rulfo es leído por el narrador amante de Natalia y en él descubre su destino.

Miseria del estigma social 

 

La siguiente narración de Rulfo aludida en esta antología es Macario, reescrita por el joven narrador mexicano radicado en Canadá: Laury Leite, y es “La alcantarilla”. Una estupenda reescritura: Leite consigue en su narración, lograr el ambiente poético de Macario, jugando entre otras cosas con el color de los ojos del personaje, su madrina y su «novia», las ranas y los apodos. La locura, o su borde, subsiste en ambos. La alcantarilla es el lugar de las diferencias, Macario de Rulfo busca en ella ranas para matar, y el apodado Macario de Leite, barquitos de papel. En ambos casos, los Macarios hablan en primera persona y definen su microcosmos mental de sufrimiento, también hay tres personajes que incluyen madrina y «novia»; en Rulfo, Felipa es una especie de madre, amiga y casi amante. Dentro de las dos historias, los Macarios viven un bestiario de chinches, cucarachas y alacranes, ya sea en el cuarto donde duerme Macario de Rulfo, o dentro del cerebro del protagonista internado en el hospital en “La alcantarilla”. El personaje de Leite tiene conocimiento del otro Macario, y por eso, lo apodan así. (Otro caso de referencia metaliteraria como en “Zenzontla” de Laura Massolo, y en mi relato: “La mujer de Luvina”). 

En Macario hay una función de autoridad en la madrina: es fuerza benéfica porque provee (aún malamente) al hambre insaciable del protagonista (en Leite es otro tipo de hambre), mientras que Felipa tiene función de cómplice y amiga con cierto matiz de seducción. Macario bebe de sus pechos como alimentación y una forma básica de erotismo. Vive preso de sus remordimientos en una suerte de laberinto. La subordinación de Macario (debe matar ranas de la alcantarilla toda la noche para permitir el sueño de su madrina) no le permite dormir, ni apenas comer. Todo quebrantamiento de reglas lo conducirá a la condenación eterna (nuevo sarcasmo como en Talpa). A veces, uno tiene la tentación de ver en los estigmas de Macario la representación del nativo del Nuevo Mundo, que come inmundicias y es bestial para la mirada europea de los conquistadores, con toda la discriminación y el trato brutal que esto supone.


Miseria de la aridez y la desolación de espacios y personajes 

El último cuento que, cronológicamente, escribió Rulfo en su recopilación El llano en llamas fue Luvina. Tiene una atmósfera rara que anticipó, según sus palabras, la novela Pedro Páramo. Aparece en ella como en todos sus cuentos, pero con mucha más precisión, la conexión hombre-tierra formando una individualidad. Veremos luego en Pedro Páramo las voces presentes y pasadas de esta tierra.

En Luvina, el ambiente es fantasmagórico aunque todavía no haya fantasmas. Hay un narrador del que solo se sabe que ha venido a San Juan Luvina, con su familia, a desempeñarse como maestro de escuela. (Encuentro parentescos con la ironía acerca del gobierno y las destinaciones que hay en Nos han dado la tierra). Tampoco se sabe a quién habla este personaje, y hasta puede sospecharse que es un monólogo alucinado. El nombre del lugar como expliqué, significa en zapoteca “la raíz de la miseria”. Semejante paraje anticipa el reino de la muerte que será Comala. Lo único que importa en esta narración es este pueblo muerto, tan real en su absoluta irrealidad; nada sucede, no hay sino mínima acción, solo es pintura de un lugar que, de tan árido y desolado, parece lunar, y sus personajes, (vivos aquí, a diferencia de Comala) son anticipos de sombras. “Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la risa, como si a toda la gente se le hubiera entablillado la boca”, dice Rulfo. Un viento de pesadilla, casi personificado, que es negro y rasca como si tuviera uñas, fantasma o demonio. Del realismo de los cuentos de Rulfo entramos en una zona de borde con los infiernos de Pedro Páramo, que será Luvina. Hay rumores de murciélagos y el silencio es atronador. “San Juan Luvina. Me sonaba a cielo ese nombre”: la fuerza de la ironía.

Yo escribí mi relato “La mujer de Luvina” con una idea directriz: primero lo llevé a un lugar lejanísimo de Jalisco, el fin de la Patagonia argentina. Ushuaia (del yagán: “al fondo de la bahía”), llamada en Argentina “el fin del mundo” porque está en el extremo sur del continente y distante de todas las rutas. Pero, no me interesaba tanto el escenario, como trasladar el espacio a la psicología. Una mujer árida, en constante aburrimiento y soledad, que fuera ella misma Luvina. Que personificara este pueblo de Rulfo en la ribera de lo fantasmal. Ella y un enfermo de Alzheimer, Pedro, muerto en vida; y que ese fuera el encuentro simbólico entre Luvina y Pedro Páramo. Es decir, salir de un mundo resecado por la estafa de la revolución, por violencias hacia fuera y hacia adentro, ocultas o expuestas, con la memoria del sufrimiento, de la soledad, culpa, ignorancia, ingenuidad y bestialismo. Todos estos escalones cada vez más áridos van adentrándose en la raíz de la miseria hasta llegar al centro puro del infierno, donde Dante, Ulises o Rulfo alcanzan la ciudad de Dite, que es Comala, es decir, la muerte.

 


Miseria de la muerte física (y otras muertes), o la muerte de utopías y sueños, o el lugar de los espectros 

Entrando en el Hades, leo “Usted recuerda ese olor”, cuento del brillante escritor cubano Emerio Medina. En él hay una voz (¿la propia del personaje?) que habla al hombre, que llega al lugar de su juventud, Sabanero (así llama también a los pájaros que comen heces). Este lugar es propio de Medina, pero guarda clarísimas asociaciones con Luvina, y mucho más con la Comala de Pedro Páramo. Ya estamos en sus dominios. La flor simbólica de este relato es el guindal, cuyo «perfume» es similar al de la muerte. Perturbador aroma que nos sitúa en la visita al pasado, que es, fundamentalmente, el aroma de los muertos queridos o ancestros. Esta visita al lugar perdido me recuerda otro buen relato: “Todo se viene conmigo”, de la española Mercedes de Diego. Se trata del reencuentro con el lugar que fue de la protagonista, donde están por supuesto, los muertos queridos, que sin aparecer, forman parte del clima. Es un cuento de ambiente más amable y no hay elementos siniestros y mágicos, como en Pedro Páramo o en la historia de Emerio Medina. Ni siquiera se aproxima a los clásicos ambientes rulfianos de pobreza. Comala es aquí una tierra no solo de campesinos, sino de ricos: la muerte es para todas las clases sociales (me recuerda al relato “El caserón”, al que me referiré luego, de la también española Inma Chacón). 

Y en cierto sentido, Juan Preciado de Pedro Páramo no va a reencontrarse con su infancia, pero sí con los recuerdos de su madre, Dolores, con la que se identifica. Es la búsqueda del padre, del origen, a partir de la memoria de un ser querido. Tanto en Pedro Páramo como en “Usted recuerda ese olor” el lugar está unido a la muerte y la desolación: Emerio Medina pinta con gran acierto la ambivalencia de los guindales produciendo una suerte de oxímoron.

La alusión a Comala como inframundo para encontrar muertos queridos se halla en el interesante y melancólico cuento de la cubana Marilyn Bobes (“Doris, Juan Rulfo y yo”). También la idea de escribir para exorcizar la muerte. En definitiva, Comala escrita como lugar de presuntas resurrecciones de casas, tierras, difuntos y también como certeza de la infelicidad.

Desde una óptica bien diferente encuentro “Metáfora”, del español José Acevedo. El lugar de esta prosa narrativa no es propiamente de muertos y recuerdos, pero sí un espacio extraño, parecido al de los sueños donde el personaje, Carlos, viene a recalar, una ciudad moderna e hipnótica, onírica y con matices de utopía. Una imago mundi, como lo es Comala.

¿Qué podemos decir de la Comala de Pedro Páramo? ¿Un lugar infernal, un lugar de sueños, un espacio para conectarse con la muerte, la ciudad del origen y del padre perdido que podrían simbolizar la caída y la búsqueda de Dios? 

Otro español, Jorge Freire (“Impresión, sol naciente”) toca de una forma simple, seca y poética, la dura muerte como lugar hecho de nada y donde nada se puede esperar. Una casa vacía con el nombre de “Preciado” (¿una tumba?) que da alojamiento, esta vez, al nieto de Juan Preciado. Ningún secreto, hueco, vacío, soledad. El paraíso mentado por Dolores Preciado es, únicamente, la vida.

Y seguimos con la actual literatura española: en Marifé Santiago Bolaños (“Un tal en el invierno”), Comala es hirviente y sin invierno, incluso ya ha desaparecido. Pienso en Rulfo: “Comala está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno”. Y también: “nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire”. No puedo no pensar en el hecho de que, la mujer que recibe al huésped es la mujer primigenia e incestuosa que encuentra a Juan Preciado y lo invita a su lecho de calor y descomposición. Con gran precisión, Marifé Bolaños califica al lugar como isla de la orfandad.

Podemos advertir que hay muchas Comalas. La miseria de la muerte de Pedro Páramo tiene infinitas lecturas. El español Pedro Curto escribe “Comala bajo la lluvia”. Aquí sí regresan viejos conocidos de la novela: Abundio, Susana, el padre Rentería. Es una Comala que aparece y desaparece y es desdibujada por la lluvia, una Comala involuntaria, de sueños. Es triste como Luvina (“lugar donde anida la tristeza”). Se remarca la mentira creadora de la literatura. Y, el propio Juan Rulfo aparece hablando con el narrador en un bar. Hay, en esta antología, muchos escritores que hablan con Rulfo en diálogos ficcionales: es el eterno e intenso diálogo del lector con el que le presenta el mundo del «como si», la fantasía, el sufrimiento transmutado en belleza.

Hasta ahora, Comala y el recuerdo de Pedro Páramo es el más presente en esta antología. Hay muchas maneras de mirar la estructura simbólica de esta novela que contiene críticas sociales, amores no realizados, crímenes impunes, pobreza, desdicha. En esa estructura, el tiempo se resquebraja y el espacio se vuelve alegórico: un viaje a la tierra prometida, que se torna descenso al Hades, o al infierno dantesco, o al inconsciente, o al lugar de los arquetipos junguianos, o a la magia del sueño, o a los paraísos perdidos y avernos palpables. Hasta ahora es la insistencia en lo extraviado, en la pesadilla, en la muerte y el sinsentido. Y el carnavalizado folklore mexicano de los muertos.

En la tradición de lo fantasmático encuentro dos valiosos cuentos: “Borracho no, muerto”, del costarricense Óscar Urueña y “Polvo de olvido” de la cubano-mexicana, Gabriela Guerra Rey. Son aproximaciones fantasmales con la presencia del espectro de Rulfo (ya habíamos mencionado el relato de Pedro Curto “Comala bajo la lluvia”). En el primero, aparece el alma en pena del escritor en busca de su descanso en Comala, la víspera de su muerte (historia muy lograda y mágica). En el segundo, una jovencita conoce al propio Rulfo ya muerto, en una librería de México DF que él frecuentaba, según testimonios. Vive con Rulfo un amor platónico (otro relato muy elogiable más cercano a la literatura fantástica tradicional y urbana: pienso en Cortázar).

El interesante relato “Rulfo en llamas” del español Javier Velasco Oliaga, también como en los anteriores, toma a Rulfo como personaje, pero en su actividad de fotógrafo. Esta vez no es un Rulfo espectral, sino vivo y amigo en la ficción del personaje central, un vizcaíno. El tema tiene que ver con fotografiar los fuegos fatuos de las almas del cementerio. O sea, que el dirigir la mirada a la imaginería de las apariciones es uno de los temas que, teniendo en cuenta las elecciones ha producido mayor interés en los lectores. No olvido que el comienzo de las religiones está en el culto a los muertos: el tema de la supervivencia de las almas ha perturbado a los humanos desde el comienzo de los tiempos.

Esta temática es muy particular a partir de la metáfora elegida por la escritora española Inma Chacón (“El caserón”): las ánimas en forma de avispas, revolotean, inquietantes en un funeral de gente adinerada. En definitiva, el encuentro con nuestros muertos como enjambre y obsesión.

Entramos en un nivel diferente: leo “Retorno a la isla”, del costarricense Rodrigo Soto. Aquí, el bote “Comala” lleva a una pareja a la separación como forma de muerte, y en vez de la búsqueda del padre (o de Dios y el origen) aquí es la desaparición del hijo lo que mata a la pareja. Con mucha poesía, Soto nos recuerda que la muerte no es una, y que con cada pérdida vamos muriendo simbólicamente.

Para finalizar, leemos la hermosa narración del venezolano Víctor Vegas (“Sin noticias de Comala”). Un aporte notable porque queriéndolo, o sin quererlo, reflexiona sobre el valor de la literatura. El personaje encuentra su destino literario en contacto con el fantasma del tío Celerino (que, según decía Rulfo en una charla universitaria, era el que le contaba las historias: una vez muerto no tenía más tema de escritura, ironía sobre su escasa producción literaria). Entonces, ya Comala deja de ser tema de miseria y muerte para mostrar la riqueza de una obra literaria que ha sido material de aprendizaje, de revelación, de inspiración de tanta escritura, como por ejemplo, la de este libro. Blanchot lo diría así: “La obra es solo obra cuando se convierte en la intimidad abierta de alguien que la escribe y de alguien que la lee en el espacio violentamente desplegado por el enfrentamiento mutuo del poder decir y el poder oír”.