LA OTRA PIEDAD

LAURA MASSOLO

PROLOGO

Alrededor, todo es sosiego

 

El desasosiego es la figura elevada del malestar. Si bien se define como ausencia de paz, de serenidad emocional o consternación, a diferencia de otras pasiones, la palabra transmite quietud, se presenta como una tristeza rendida. Un estado que se ha hecho piel, que enraizó para quedarse; una pena larga y, por su fonética, sumisa. Evoca lo irremediable con un acento poético; suena más fina y también más final que otras formas de dolencia. Quizá porque parece no concebir expectativas. El desolado es el que no espera, el que ya sabe y el que convive con ese saber del abandono. 

 

En La otra piedad, de Laura Massolo, los cuentos describen todas las variaciones que adopta esa sensación en la vida cotidiana, con una claridad que en lugar de apabullar, aquieta; bajo la luz de un humor inteligente y un brillo que, lejos de traumatizar, apaciguan. Porque en sus afectos nos vemos, en sus reacciones nos contemplamos, en sus historias de dudas, arrepentimientos y culpas nos comprendemos. 

Así como los personajes de Juan Rulfo peregrinan eternos y espectrales en los páramos de Comala o en el llano mexicano con toda su pesada y, paradójicamente, intangible carga de humanidad, aquí los seres reales transitan por una zona que oscila entre la vida y la muerte de una forma que les es completamente natural. Casi indistinta. La impresión que le queda al lector, al final del libro, es similar a la que deja la obra rulfiana: no tenemos del todo claro de qué lado están ellos ni en qué lado estamos nosotros, pero tampoco es relevante definirlo. “Upa de nadie”, de Massolo, juega precisamente con esa zona borrosa, en la que un hombre harto de los caprichos de su familia reúne por igual a presentes y ausentes —“con todas las ausencias que corresponden”— para hacer sus descargos. 

En relación a este libro, ha escrito su autora “desde el fingimiento, la belleza puede residir en lo imperfecto, la ternura sublimarse en lo monstruoso, la compasión hallar su objeto en lo anormal. Esta es la fórmula típica de la típica y bien entendida piedad. Lo no dicho es el otro sentimiento adverso: la intolerancia ante el defecto”. A través de ese prisma, mira con abismal cercanía la intimidad de las familias contemporáneas, en las que la mujer es siempre pilar y templo, solo que de una catedral con las columnas quebradas y los dinteles partidos. 

En los pasillos de ese gran hogar que se ramifica en los distintos cuentos, se entrecruzan alteradas las madres de hijos enfermos (“La otra piedad”, “Colgadas y húmedas”); las madres capaces de sacrificarlo todo (“La divina providencia”, “Upa de nadie”); las madres sin maternidad o embarazadas a destiempo (“Cuando estaba pensando”); niños un poco maléficos (“El día del conejito”). Parejas rotas, a medio encontrarse o desencontradas (“Corazón cocido”, “El otro camino”), parejas cruzadas, ex parejas no del todo desplazadas (“Entrar en coma”, “Olor de cebolla”). Hermanos enemistados en mitades irreconciliables (“Blow-up, Flopi”, “El diablo es inocente”, “Nuestra luz mi sombra”).

Y si la maternidad en este libro es un sustantivo inmenso, también lo es la literatura. A menudo las protagonistas son escritoras, poetas las más de las veces, víctimas de muertes un tanto extrañas: sepultada por un cargamento de “Jazmines”; arrasada por un tren cuando intentaba salvar a un perro en “Perro de papel” o ahogada en el río en “Poema número cien”. 

Pareciera que lo que se les reclama es la pasión por lo otro, la infidelidad con ese universo alternativo que no es lo doméstico y es la palabra, esa dimensión abstracta. Lo que se les castiga, un modo de distancia o rebeldía: “Ojalá, en este mundo de la literatura globalizada, alguien se preocupara por robar poesía, por muy buena que fuese”, dice la narradora editora en “Perro de papel”. Rebeldía lírica que llevan hasta la instancia de volverla carnal y vital. Como la hermana de un convento, por ejemplo, cuando le hace frente al qué dirán malintencionado del pueblo y persevera en su intención de enseñarle a leer a las prostitutas: “Solo pude plantar un pedazo de mi voz”, dice en “Sobre las páginas”, donde se reúnen lo sagrado con el sacrilegio: “Ese pedazo de mi voz se había quedado en el aire, había desbordado mi valija, se había colado por las celosías, y alguien respiró ese aire”.

Y si la vida convive con sus opuestos, en la narración lo prosaico aparece apuntalado siempre por resonancias de lo poético: “Se abrieron como un abanico amarillo, como las hojas de un electroencefalograma lleno de espigas irregulares, azules, histéricas”, dice una editora al referirse a páginas escritas en verso. O “Se hubiera dado cuenta antes, hubiera entendido antes que la semilla del dolor se siembra despacito, o se inocula, si quiere, y va tapando los conductos, las salidas, la luz”, comenta un hombre a la suegra que debió arruinarle la existencia. “Intente traducir, en el sonido que parece una gárgara, las dos sílabas categóricas de la palabra mamá. Quédese quieta y contemple el espectáculo siniestro de una convulsión, ese dislate, esa espiral sin fondo”, le escribe desgarrada la madre de un hijo discapacitado a una abogada.

En ese sólido dominio del lenguaje, intervienen los juegos de palabras —“Me asombró. (Mi asombro. Mi sombra)”— y a menudo también las alusiones al metalenguaje: “Sujeto compuesto: El hombre y la mujer; núcleo verbal, ruedan; circunstancial de lugar, en la cama”. O las sinestesias que dotan a la vez de surrealismo y humor a las situaciones trágicas: “Quiso aprender música, y tuvo un piano. Quiso ver las estrellas, y tuvo un telescopio. Pero dejó las estrellas incrustadas en el piano y se fue bailando por cualquier otro camino”. En ese sentido, el anclaje de lo prosaico funciona como un resorte que mantiene siempre alerta la narración: «“Esto” se me quedó en las manos como una bolsa de residuos con restos de pescado de anteayer».

 

De extremo a extremo, es cierto, hay personajes “adheridos a la desgracia”. Y en la nave de la catedral desierta, donde se oye el eco de unos pasos aislados recorriendo los pasillos para cerrar los postigos o encender las velas, impera una silueta totémica: la soledad. Tanto la voz desgarradora y a la vez operística de la madre del hijo discapacitado en “La otra piedad” como la voz desangelada de la hija que contempla cómo su familia se hunde lentamente en la decadencia en “Basta de soledades” —dos de los relatos más impresionantes del libro— resultan profundamente conmovedoras. Y sin embargo, todo el tiempo, entreverada con la pena del desasosiego está la luz, está la risa, está, por suerte, la aceptación.

 

Mariana Sández

 


La noble escalera 

de la eficacia narrativa

Como los firmes peldaños de su cuento “La escalerita” —alarde de narración que se apoya en el diálogo— los textos de Laura Massolo merecen una buena suma de elogios. Si tuviera que quedarme con uno escogería la eficacia.

En La otra piedad y otros cuentos, el libro que ahora presenta la editorial Huso, encontramos temas tan complejos y atractivos como la subjetividad femenina, las variantes de la vida en pareja o la educación sentimental de una generación. Laura Massolo posee un sentido del ritmo, una sabiduría estructural y una capacidad para ponernos con naturalidad ante lo insólito que hasta la más visitada de las temáticas se nos presenta con ribetes de novedad.

“La otra piedad” obtuvo el muy prestigioso Premio Juan Rulfo. La narradora se adentra en un costado especialmente doloroso pero sin dejarse tentar por el melodrama ni por el lugar común. Logra que la compasión conviva con la agudeza y hasta la ironía. Laura Massolo despliega en este cuento una utilización ingeniosa, certera, peculiar del lenguaje en términos de acción. Veamos un ejemplo:

“… Pero me resulta inadmisible el manoseo burocrático y judicial al que han quedado sometidos estos sucesos”.

El conjunto del libro enseña una abundancia de cuentos breves, repletos de emociones, contenidos pero poderosos y situaciones que la narradora resuelve en pocas palabras, a golpe de esa ausencia de retórica que la caracteriza. En “Altacisne”, por ejemplo, un momento crucial se asume con una naturalidad cercana a la crudeza.

Massolo nos ubica repetidamente en la circunstancia del viaje, sobre todo el recorrido interior por los sentimientos, ideas y sensaciones de los personajes. Para señalar un cuento formidable en el que esa vocación se define, cabe citar “El colectivo de mi vida”. Pocos relatos recuerdo con esa plasmación de paisaje en movimiento, culto por el detalle revelador y el crecimiento orgánico del argumento.

En su universo temático y el desenfado con que lo asume, Laura puede recordar a la Yasmina Reza de Felices los felices. Tanto en la argentina como en la francesa, la sexualidad, las luces y las peores sombras de la vida familiar se nos revelan con un sabio equilibrio entre lo coloquial y lo poético. Reza parte de unos versos de Borges y en Laura está también esa pasión por el adjetivo inusual, esa gracia para potenciar lo insólito de su ya clásico compatriota.

 

Cuando el cuento —con menos tradición para el lector español que la novela— alcanza este virtuosismo en el lenguaje junto a un abanico de argumentos interesantes y singulares, puede convertirse en una muy gustosa lectura. En La otra piedad y otros cuentos hay referencias al mundo literario pero no ocurre aquí como en esos libros en los que la doméstica editorial se convierte en el centro del interés. La creación literaria aparece referida fugazmente y dando paso a un noble vendaval de emociones, encrucijadas afectivas, latidos eróticos, vistazos tan sutiles como incisivos a la sociedad y sus protagonistas.

 

 

Amado del Pino