Eduardo Goldman
El inspector Sergio Bonet debe investigar una ola de crímenes y desapariciones, en apariencia inconexos, que han convulsionado a Buenos Aires. Andrea Silberman, conductora de un noticiero en televisión, es echada del canal cuando menciona un viejo caso no resuelto por la policía. El suicidio de un vengador desata toda la trama. A partir de allí, Bonet estará obligado a desenredar el hilo de la pesquisa, al tiempo que deberá lidiar con la vieja culpa de haber matado injustamente.
«He saboreado esta obra como la historia de una obsesión en la que casi nadie repara: el peso de una mala muerte en la conciencia, la culpa como segunda naturaleza del personaje. Como perro que aúlla en la oscuridad es la tomografía de la corrupción del poder y la perversidad de las ambiciones. La narrativa de Goldman recuerda en su estilo al David Goodis de Fuego en la carne o la brutal 1280 almas, de Jim Thompson. Sus personajes tienen la simpleza de lo conocido, la complejidad de la selva donde abundan los cazadores furtivos y el bronco grito de los olvidados, tan entrañables que parecen nuestros conocidos de toda la vida».
Ray Collins
Eduardo Goldman
A Eduardo Goldman lo conocí hace unos cinco años, en alguno de esos queribles foros de camaradería que reúnen a los escritores del género policial. Por alguna extraña razón, los autores especializados en montar crímenes horrendos para desmontarlos al cabo de doscientas páginas (los más austeros), tienen un gran espíritu gregario: organizan festivales para hablar y beber, no siempre en ese orden. Yo había entrado al club como un impostor: sigilosamente y con miedo a ser descubierto. Sospecho que él también. Y en esas largas mesas en las que la literatura suele vaciarse antes que las botellas de vino, comenzamos una relación de afecto que, en mi caso, también es de curiosidad. Goldman escribe novelas policiales y canciones para niños, pero esta bipolaridad no es lo que más me sorprende de él sino su humor. Siempre tiene a mano una salida graciosa. Miento. No la tiene a mano. La inventa en el momento. Es espontánea. Cómo lo hará, me pregunto siempre.
El último chiste del Gran Jacobi es un drama brutal. Pero tratándose de Goldman, el corazón de la novela es el humor. La trama: a mediados de los 70, un periodista argentino exiliado en Madrid es convocado para que entreviste a un diplomático de Alemania Federal, Erich von Thaler, quien quiere contar, a modo de expiación, la historia de su mejor amigo, el humorista judío Paul Jacobi, al que ha visto por última vez en el campo de exterminio de Auschwitz.
La banalidad del mal, aquel concepto acuñado por Hannah Arendt, aparece con toda su fuerza en esta historia que narra el ascenso y consolidación del nazismo y su
impacto en el triángulo amoroso conformado por Erich (hijo renegado de un héroe de la Primera Guerra), Eva (una mujer de izquierda admiradora de Rosa Luxemburgo) y Paul. “No quiero sonar cínico
si digo que el ser humano se adapta a todo. Lo cotidiano atrapa a uno de tal manera que se termina pensando más en el grifo que pierde en el baño que en el asesinato de millones”, dirá Erich,
frente a las preguntas del periodista argentino.
Goldman trabaja con las reacciones humanas frente al miedo y con los mecanismos de supervivencia material y de supervivencia psicológica que uno desarrolla ante circunstancias de extrema presión. El último chiste del Gran Jacobi es una conmovedora novela sobre el Holocausto, sobre la tragedia de la guerra, sobre los Estados asesinos (porque la historia tiene su continuación en la Argentina de la última dictadura), pero su enorme originalidad reside en el humor. Los monólogos de Paul Jacobi son un hallazgo y uno se sorprende riendo, hoy, en pleno siglo XXI, con una tomadura de pelo a Göring o al mismo Hitler. Y tras la carcajada, pensando ya en Goldman, llega la pregunta: ¿cómo lo hará?
Horacio Convertini